En este capítulo, Santiago advierte a sus lectores que no sean demasiado atrevidos al asumir el oficio de maestros, sino que ejerzan una sabia moderación en su celo, sabiendo que tal oficio les conferiría una gran responsabilidad. Esta precaución lo lleva a advertir la importancia del gobierno de la lengua. El que puede dominar su lengua, se domina a sí mismo. Esta observación la explica con dos ilustraciones obvias, la del freno que frena al caballo y la del timón que guía el barco.

La lengua, observa, aunque es un miembro pequeño, es un instrumento poderoso para el bien o el mal. Su abuso da lugar a los mayores males e influye para el mal en todo el círculo de la vida humana. Es más indomable que los animales más salvajes. Por ello somos culpables de la mayor inconsistencia bendiciendo a Dios y maldiciendo Su imagen en el hombre; una inconsistencia que nunca ocurre en la naturaleza, ya que ninguna fuente arroja agua salada y dulce, y ningún árbol produce diferentes tipos de frutos.

Santiago, por lo tanto, insta a sus lectores a tener un espíritu cándido y benévolo, ya exhibir sabiduría y mansedumbre en su conducta. Luego distingue entre la sabiduría terrenal y la celestial; la primera es causa de envidias y contiendas, de confusión y de toda clase de maldades; el último conduce a la justicia y la paz.

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