y dijo a la mujer: Ahora creemos, no por tu dicho; porque nosotros mismos le hemos oído, y sabemos que éste es verdaderamente el Cristo, el Salvador del mundo.

La mujer hizo bien su trabajo misionero. Hablaba con tanta seriedad y convicción que convenció a mucha gente de la ciudad. Su fe fue el resultado del testimonio de la mujer, incluso antes de que vieran y escucharan al mismo Jesús. Si solo, individual y colectivamente, nos aseguramos de que el Evangelio sea proclamado en todo el mundo, podemos estar seguros de antemano que la bendición de Dios acompañará nuestros esfuerzos, y que siempre habrá algunos que llegarán a la fe y reconocerán Jesús como su Redentor.

Y el testimonio de la mujer motivó también la petición de los samaritanos de que el Señor se quedara con ellos. Durante dos días tuvieron el privilegio de tener al Salvador entre ellos. Él enseñó a estas almas que tenían hambre de salvación; Él les dio la información que necesitaban acerca de Su persona y obra. Y la cosecha fue rica y abundante. Muchos más se ganaron a través de la predicación de Jesús, quien francamente le dijo a la mujer que ya no creían a causa de su narración.

Ellos mismos habían oído las palabras de la gracia eterna, tenían el firme conocimiento y la convicción de que este hombre no era un mero maestro o profeta, sino que Él era verdaderamente el Cristo, el Salvador del mundo. Esa es la simple, pero inquebrantable certeza de la fe cristiana. Esa es la fe correcta, que no solo creemos que es verdad lo que escuchamos con respecto a las maravillosas experiencias espirituales de otros, sino que tenemos la convicción personal con respecto a Jesús de que Él es nuestro Salvador.

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