Porque este mandamiento que yo te mando hoy, no te es oculto, ni está lejos.

Porque este mandamiento... no está oculto... ni... lejos. Esa ley de amar y obedecer a Dios, que era el tema del discurso de Moisés, era bien conocida por los israelitas. No podían alegar ignorancia de su existencia y exigencias. No estaba oculta como un misterio impenetrable en el cielo, pues había sido revelada por medio de Moisés; ni se le ocultó cuidadosamente al pueblo como un descubrimiento peligroso, y uno tuvo que levantarse de las profundidades del mar, como Jonás, para proclamarla; pues el más joven y humilde de ellos fue instruido en aquellas verdades que eran objeto de estudio e investigación más serios entre los más sabios y grandes de otras naciones.

No tenían la necesidad de emprender largos viajes o travesías lejanas, como hicieron muchos sabios antiguos, en busca de conocimiento. Gozaban del privilegio especial de estar familiarizados con él. Era para ellos un tema de conversación común, grabado en sus memorias, y frecuentemente explicado e inculcado en sus corazones.

El apóstol Pablo ( Romanos 10:6 ) ha aplicado este pasaje al Evangelio, pues la ley de Cristo es sustancialmente la misma que la de Moisés, sólo que se exhibe más claramente en su naturaleza espiritual y en su amplia aplicación, y, acompañada de las ventajas de la gracia evangélica, es practicable y fácil.

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