Y no suba hombre contigo, ni se vea hombre alguno en todo el monte; ni rebaños ni vacas pacen delante de ese monte.

Ningún hombre... ni... rebaños ni manadas. Aunque no se dan detalles, es muy probable que se hayan renovado los arreglos hechos antes de la primera promulgación, colocando vallas alrededor de la base del monte, y designando guardias para impedir la intrusión injustificada, o incluso las intromisiones demasiado cercanas de la curiosidad presuntuosa. En esta ocasión no se permitió a ninguno de los que le habían acompañado durante la subida al monte, ni siquiera a su ayudante favorito, Josué, que había tenido el privilegio de hacer la subida más alta de todas. Se le dejó atrás, tal vez como sustituto de Moisés en el gobierno del pueblo; su probada fidelidad y la energía de su genio militar lo recomendaban como más apto para dominar y refrenar los espíritus turbulentos del campamento que el tímido y dócil Aarón.

El monte no era ahora temido por los terribles fenómenos que lo hacían antes inaccesible; pero seguía envuelto en la nube oscura que simbolizaba la presencia divina. Por lo tanto, siendo todavía "tierra sagrada", se prohibía estrictamente a todo el pueblo acercarse al monte; incluso a los animales irracionales, los rebaños y las manadas, no se les permitía acercarse a su base.

Todas estas estrictas disposiciones se tomaron para que la ley pudiera ser renovada por segunda vez con la solemnidad y santidad que marcó su primera entrega. Toda la transacción fue ordenada para impresionar al pueblo con un terrible sentido de la santidad de Dios: y que no era un asunto de poca importancia el haberlo sometido, por así decirlo, a la necesidad de volver a entregar la ley de los Diez Mandamientos.

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