Su inmundicia está en sus faldas, como de mujer Levíticamente inmunda; no recuerda su último fin, no consideró el resultado de su persistente iniquidad, por lo que descendió maravillosamente, siendo la grandeza de su caída tal que hace que los hombres se maravillen; no tenía consolador, nadie que la tomara parte con una palabra de consuelo. Por eso se oye su suspiro: Señor, mira mi aflicción; porque el enemigo se ha engrandecido a sí mismo, aumentando su insolencia y violencia. El profeta continúa ahora su descripción de la miseria de Jerusalén.

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