Sin embargo, Dios todavía le da al pueblo, culpable bajo la ley, una oportunidad para el ejercicio de la fe. Examinemos los principios que caracterizan la energía del Espíritu Santo en el pueblo en el momento de su regreso. Lo primero que debe observarse es que, habiendo sentido lo que tenía que ver con los gentiles, y habiendo experimentado el poder y la maldad de aquellos cuya ayuda habían buscado anteriormente (el espíritu inmundo, en este sentido, había salido de ellos), los hijos del cautiverio resuelven que Israel será un Israel sin mezclar, y así resultó ser.

Son muy cuidadosos en verificar las genealogías del pueblo y de los sacerdotes, a fin de que nadie sino Israel se dedique a la obra. Antiguamente un sacerdote sucedía a otro sin examen previo; no se verificaba la genealogía, y los hijos ocupaban el lugar del padre en el disfrute de los privilegios que Dios les había concedido. Pero ahora Israel, por la gran gracia de Dios, tenía que recuperar su posición.

Este no fue el comienzo de su historia, ni el poder adecuado al comienzo; era un retorno, y el desorden que había traído el pecado no podía soportarse en lo sucesivo. Estaban escapando de los frutos de la misma, al menos en parte. ¿Qué tenía que hacer allí nadie más que Israel? Marcar la familia de Dios era ahora lo esencial. La liberación de Babilonia fue su liberación. Era esta familia, o un pequeño remanente de ella, la que Dios había sacado o estaba sacando de allí.

Así, incluso entre los que habían regresado a Judea, el que no podía presentar su genealogía era apartado; y todo sacerdote con quien este fue el caso fue apartado del sacerdocio como contaminado, cualquiera que sea, como parece, podría ser la realidad de su calificación. El discernimiento divino podría, tal vez, reconocerlos a ellos ya sus derechos otro día; pero el pueblo que había vuelto del cautiverio no pudo hacerlo. Eran un pueblo numerado y reconocido. Habitaban cada uno en su propia ciudad. Era debilidad, no sacerdote con Urim y Tumim, pero era fidelidad.

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