36. ¡Mirad cómo lo amaba! El evangelista Juan aquí nos describe dos opiniones diferentes que se formaron acerca de Cristo. En cuanto al primero, quien dijo: ¡Mirad cómo lo amaba! aunque piensan menos de Cristo de lo que deberían haber hecho, ya que no le atribuyen nada más que lo que puede pertenecer a un hombre, sin embargo, hablan de él con mayor candor y modestia que este último, que lo calumnia maliciosamente por no haber obstaculizado Lázaro de morir. Porque, aunque aplauden el poder de Cristo, del cual el primero no dijo nada, lo hacen, no sin traer contra él algún reproche. Es bastante evidente por sus palabras, que los milagros que Cristo había realizado no eran desconocidos para ellos; pero tanto más base es su ingratitud, que no tienen escrúpulos para quejarse, porque ahora, en una sola instancia, se abstuvo de trabajar. Los hombres siempre han sido ingratos con Dios de la misma manera, y siguen siéndolo. Si él no nos concede todos nuestros deseos, inmediatamente nos lanzamos a quejarnos: "Dado que hasta ahora se había acostumbrado a ayudarnos, ¿por qué ahora nos abandona y nos decepciona?" Aquí hay una doble enfermedad. Primero, aunque deseamos precipitadamente lo que no es conveniente para nosotros, deseamos someter a Dios a los deseos perversos de la carne. En segundo lugar, somos groseros en nuestras demandas, y el ardor de la impaciencia nos apura antes de tiempo.

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