La adopción, en el sentido moderno que tiene esta palabra hoy día, o sea la incorporación en el seno de la familia, como hijo, de una persona ajena a ella, no se conoció entre los israelitas. En el resto del Medio Oriente se practicó ya desde la Antigüedad, teniendo por objeto proporcionar, a los maridos cuyas mujeres fueran estériles, hijos que los ayudasen en su trabajo y en su ancianidad. En los archivos de Nuzi se conservan actas que nos relatan las adopciones llevadas a cabo por distintos señores.

La adopción se expresaba por un rito común que se practicaba también en otros pueblos. El hijo se ponía encima o en las rodillas de la persona que lo adoptaba. La ceremonia se efectuaba para adoptar a los hijos de una esclava (Génesis 30:3-8), y en el caso del abuelo con sus nietos (Génesis 48:5-12; Génesis 50:23; Rut 4:16-17). El padre que carecía de hijo varón podía casar a su hija con un esclavo y considerar el hijo nacido del matrimonio como hijo propio (1 Crónicas 2:35). Los efectos de tal adopción (adopciones en sentido limitado, puesto que ocurrían dentro de la misma) eran limitados en cuanto a los derechos hereditarios.

En el Derecho Romano la adopción era una especie de compra que se llevaba a cabo en presencia de testigos. San Pablo parece aludir a ella al escribir a los gálatas (Gálatas 4:5).

En nuestros días, la adopción no es cosa rara entre los judíos ni en Oriente, donde se hace ante una autoridad con fórmulas legales.

En el Nuevo Testamento la adopción denota un acto de libre gracia de Dios, por el cual, justificándonos por la fe, somos recibidos en la familia de Dios y constituidos herederos del patrimonio celestial. En Cristo Jesús, y mediante sus méritos expiatorios, los creyentes reciben la adopción «de hijos» (Gálatas 4:4-5). Algunos de los privilegios de este estado de adopción son el amor y cuidado de nuestro Padre celestial; la semejanza a su imagen, una confianza similar en Sí; el libre acceso a Sí en todo tiempo; el testimonio del Espíritu Santo, por el cual exclamamos: «¡Abba, Padre!», y el mismo Espíritu Santo, que es las arras que Dios nos da de su adopción en Cristo Jesús; y un titulo a nuestro hogar celestial (Romanos 8:14-17; Romanos 9:4; Efesios 1:4-5).

Que los creyentes son hijos adoptivos de Dios, se repite muchas veces en el Nuevo Testamento; Jesús no sólo enseña a los suyos a llamar a Dios «Padre nuestro» (Mateo 6:9), sino que da el título de «hijos de Dios» a los pacíficos (Mateo 5:9), a los caritativos (Lucas 6:35) y a los justos resucitados (Lucas 20:36).

El fundamento de este título está en todo el Antiguo Testamento y se precisa en la teología de San Pablo. La adopción filial era ya uno de los privilegios de Israel (Romanos 9:4), pero ahora los cristianos son hijos de Dios en un sentido mucho más fuerte, por la fe en Jesucristo (Gálatas 3:26; Efesios 1:5). Esta doctrina está también en los escritos de San Juan: «Hay que renacer, dice Jesús a Nicodemo (Juan 3:3-5), del agua y del Espíritu.» En efecto, a los que creen en Cristo les da Dios el poder ser hechos hijos de Dios (Juan 1:12). Esta vida de hijos de Dios es para nosotros una realidad actual, aun cuando el mundo lo ignore (1 Juan 3:1). Vendrá un día cuando se manifestará abiertamente, y entonces seremos semejantes a Dios, porque lo veremos como Él es (1 Juan 3:2). No se trata, pues, únicamente de un título que muestra el amor de Dios a sus criaturas: El hombre participa de la naturaleza de aquel que lo ha adoptado como hijo suyo (2 Pedro 2:4). Los hijos de Dios participan de la misma naturaleza de Dios, y la gracia viene directamente de la naturaleza divina.


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