Génesis 3:8

Así como el relato de la tentación y caída de Eva representa verdaderamente el curso de la corrupción y el pecado, el comportamiento de nuestros primeros padres responde exactamente a los sentimientos y la conducta de aquellos que han perdido su inocencia y han permitido que el diablo los seduzca al pecado real. La vergüenza hace que el pecador se encoja y retroceda, y no soporta que sus pensamientos y acciones sean vigilados por ningún ojo. Siempre que peca intencionalmente, debe desear secretamente que no haya Dios que lo vea, y se sentirá tentado a hacer todo lo posible para olvidar a Dios, y así esconderse por un tiempo de Su presencia.

I. Cualquier pecado, consentido voluntariamente, conduce a la profanación y la incredulidad, y tiende a borrar de nuestro corazón el mismo pensamiento de Dios.

II. De la misma manera, los cristianos reincidentes son llevados a inventar o aceptar nociones de Dios y Su juicio, como si Él, en Su misericordia, permitiera que se escondieran y cubrieran, cuando en verdad no pueden ser así.

III. El mismo temperamento nos lleva naturalmente a ser más o menos falsos también con los hombres, tratando de parecer mejores de lo que somos; gozando de ser alabado, aunque sabemos lo poco que lo merecemos. Entre los pecados particulares, parece que hay dos que predisponen especialmente al corazón hacia este tipo de falsedad: (1) la sensualidad; (2) deshonestidad.

IV. Cuando cualquier persona cristiana ha caído en pecado y busca esconderse de la presencia del Señor, Dios es generalmente tan misericordioso que no permitirá que ese hombre se sienta cómodo y lo olvide. Lo llama a salir de su escondite, como llamó a Adán de entre los árboles. Ningún hombre está más ocupado en arruinarse a sí mismo y esconderse del rostro de su Hacedor que Él, nuestro misericordioso Salvador, está atento para despertarlo y salvarlo.

Sermones sencillos de los colaboradores de "Tracts for the Times", vol. viii., pág. 34.

Referencias: Génesis 3:8 ; Génesis 3:9 . J. Keble, Sermones para el año cristiano, vol. iii., pág. 139; T. Birkett Dover, Manual de Cuaresma, pág. 1.

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