Incluso un Dios celoso.

Los celos de dios

La afirmación de que una cualidad como ésta pertenece a Dios como uno de los atributos de su carácter moral implica una serie de profundas y terribles consideraciones; parecen incluir el amor, así como la santidad y la justicia de la Deidad en una idea compleja; y formar, a partir de la unión de estas cualidades en un atributo de los celos, una imagen conmovedora, así como tremenda, de Sus sentimientos hacia nosotros.

Pues observemos, en primer lugar, que la existencia de los celos en Dios implica la existencia previa del amor. Si no nos hubiera amado a sí mismo, habría sido indiferente a nuestra disposición hacia él. Si no hubiera sentido que nuestro amor le correspondía a Él, como retribución del amor ya ejercido hacia nosotros, no le habría molestado que se le negara, ni habría utilizado esta frase como declaratoria del estado de sus afectos.

De acuerdo con esta idea, encontramos que nunca se habla de los celos en Dios, excepto con una referencia a aquellos a quienes, en un sentido u otro, ha llamado y elegido como suyos; cuyo amor, por lo tanto, tiene derecho a reclamar como debido a Él mismo, en virtud de alguna relación de pacto; y cuyo amor ha excitado por algún ejercicio previo de favor y benevolencia. Cualquier desviación de los afectos, cualquier desviación de la verdad de la lealtad, por leve que parezca al ojo de la indiferencia, lleva heridas y provocación a la de los celos, y por lo tanto podemos decir que tal comportamiento, cuando existe en la gente de Dios está calculado para excitar en Él un sentimiento de resentimiento análogo al que el amor no correspondido y la infidelidad excitan en el corazón del hombre.

Observemos también que este atributo es peculiar del Dios verdadero, el Jehová de nuestra adoración. Se imaginaba que los ídolos del paganismo estaban dispuestos a compartir sus honores con otro, y nunca se suponía que debían oponerse a las devociones que se pagaban a deidades de otros nombres o de otras tierras. Sentían que no tenían ninguna prerrogativa exclusiva de poder. Sentían, o más bien sentían sus adoradores, que aun cuando eran objeto de adoración, no tenían un dominio absoluto.

Y lo que entonces era cierto con respecto a ellos, es igualmente cierto con respecto a los ídolos e idólatras del mundo en la actualidad. No tienen celos el uno del otro. Solo son celosos de Dios y no exhiben sentimientos de ese tipo excepto cuando Él es el objeto de atracción. De nuevo, observemos que los objetos naturales de los celos son los afectos del corazón. En algunos aspectos, se puede pensar que la justicia satisface el objeto de los celos, pero la justicia es un sentimiento grosero e inactivo en comparación con los celos.

Los desaires y divagaciones que infligen una angustia indescriptible en el corazón no se pueden equilibrar y el alcance de su criminalidad se anota por peso. ¿Cómo, entonces, podemos imaginar que la justicia es el único atributo que concierne a aquellos cuyo deber es amar a Dios con todo su corazón, y que están dirigidos a adorarlo en espíritu y en verdad, si quisieran adorarlo aceptablemente en ¿todos? Bajo la fe en este atributo de Dios, no es meramente el pecado real lo que se nos dice que debemos despreciar en nosotros mismos o en los demás, sino que es el amor por otras cosas además de Dios.

¿Hemos ido, por ejemplo, a buscar placer en la compañía de sus enemigos? ¿Hemos buscado nuestro pan de maneras que no son las suyas? ¿Hemos buscado consuelo, paz y disfrute en otros objetos que no sean Su favor? ¿Hemos sido traicionados al olvido de Su amor en la hora de la prueba? ¿Nos hemos sentido con frialdad en su servicio? Cualesquiera que hayan sido nuestras propias opiniones sobre tales temas, y cualquiera que sea el sistema del mundo, no podemos negar, y no podemos dudar, que estos y todos esos divagaciones del corazón deben ser provocaciones a un Dios celoso.

Quizás al considerar de esta manera el atributo de los celos en Dios, podemos apreciar mejor el peligro de lo que comúnmente se llama el mundo. El mundo ve la justicia de Dios, y el mundo la teme, y por eso es cauteloso a la hora de aconsejar cualquier cosa que parezca provocarla. Pero si las palabras de nuestro texto son verdaderas: “Si el Señor nuestro Dios es fuego consumidor, Dios celoso, ¿qué son los terrores de su justicia comparados con los de sus celos? Comparada con los celos, la justicia parece un principio frío y deliberado.

Viene, pero su mismo nombre implica que llega de forma lenta y madura. Viene, pero se le puede suplicar; se puede razonar en contra; nuestros razonamientos pueden retrasarlo o apaciguarlo. Pero los celos son como fuego. Viene a actuar, a consumir; y poco ha ganado el mundo para sus devotos enseñándoles a tratar de no ofender la justicia de Dios, mientras los anima diariamente a provocar sus celos.

Pues, por último, observemos sobre este tema la violencia de esos sentimientos que los celos ponen en acción. ¿No vemos que entre nosotros estalla a la vez los más tiernos lazos de los que es consciente el corazón del hombre? Fundada en la justicia como principio, pero avivada por el resentimiento en su acción, parece la cualidad más tremenda que somos capaces de provocar contra nosotros mismos; y, de hecho, como se dirige peculiarmente contra el que se cree que es el más ofensivo de todos los pecados, el pecado de ingratitud, y de ingratitud, no por favores, sino por amor, bien puede provocar terror en aquellos en contra de a quien pueda ser dirigido por nuestro Creador.

Cerremos este tema considerando el grado en que nosotros mismos podemos estar en peligro de experimentar su ejercicio. Si los celos, que nacen del amor y proceden sólo del amor, deben ser proporcionales a ese amor del que proceden, ¿qué celos se pueden comparar con los que Dios tiene ahora celos de su pueblo? ( H. Raikes, MA )

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