1-5 El verdadero amor por el pueblo de Dios puede distinguirse de la bondad natural o de los apegos partidistas, por estar unido al amor de Dios y a la obediencia a sus mandatos. El mismo Espíritu Santo que enseñó el amor, habrá enseñado también la obediencia; y no puede amar verdaderamente a los hijos de Dios el hombre que, por costumbre, comete pecado o descuida el deber conocido. Como los mandatos de Dios son santos, justos y buenas reglas de libertad y felicidad, así los que han nacido de Dios y le aman, no los consideran penosos, sino que se lamentan de no poder servirle más perfectamente. Es necesario negarse a sí mismo, pero los verdaderos cristianos tienen un principio que los lleva por encima de todos los obstáculos. Aunque el conflicto sea a menudo agudo, y el regenerado pueda ser abatido, se levantará y renovará su combate con resolución. Pero todos, excepto los creyentes en Cristo, están esclavizados en algún aspecto u otro, a las costumbres, opiniones o intereses del mundo. La fe es la causa de la victoria, el medio, el instrumento, la armadura espiritual con la que vencemos. En y por la fe nos adherimos a Cristo, en desprecio y en oposición al mundo. La fe santifica el corazón y lo purifica de los deseos sensuales por los que el mundo obtiene el dominio de las almas. Tiene el Espíritu de gracia que mora en él, que es mayor que el que mora en el mundo. El verdadero cristiano vence al mundo por la fe; ve, en y por la vida y conducta del Señor Jesús en la tierra, que hay que renunciar a este mundo y vencerlo. No puede contentarse con este mundo, sino que mira más allá, y sigue tendiendo, esforzándose y presionando hacia el cielo. Todos debemos, a ejemplo de Cristo, vencer al mundo, o éste nos vencerá a nosotros para nuestra ruina.

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