14-25 El Espíritu Santo aún no había descendido sobre ninguna de estas zonas, en los poderes extraordinarios transmitidos por el descenso del Espíritu en el día de Pentecostés. Podemos alentarnos con este ejemplo, al orar a Dios para que conceda las gracias renovadoras del Espíritu Santo a todos aquellos por cuyo bienestar espiritual nos preocupamos; porque eso incluye todas las bendiciones. Ningún hombre puede dar el Espíritu Santo por la imposición de sus manos; pero debemos hacer nuestros mejores esfuerzos para instruir a aquellos por quienes oramos. Simón el Mago ambicionaba tener el honor de un apóstol, pero no le importaba en absoluto tener el espíritu y la disposición de un cristiano. Deseaba más ganar honores para sí mismo, que hacer el bien a los demás. Pedro le muestra su crimen. Estimaba las riquezas de este mundo, como si respondieran a las cosas relacionadas con la otra vida, y compraran el perdón de los pecados, el don del Espíritu Santo y la vida eterna. Este era un error tan condenatorio que de ninguna manera podía consistir en un estado de gracia. Nuestros corazones son lo que son a los ojos de Dios, que no puede ser engañado. Y si no son correctos a sus ojos, nuestra religión es vana y no nos servirá de nada. Un corazón orgulloso y codicioso no puede estar bien con Dios. Es posible que un hombre continúe bajo el poder del pecado, y sin embargo se revista de una apariencia de piedad. Cuando seas tentado por el dinero para hacer el mal, mira qué cosa perecedera es el dinero, y despréndete de él. No penséis que el cristianismo es un oficio para vivir en este mundo. Hay mucha maldad en el pensamiento del corazón, sus falsas nociones, y afectos corruptos, y proyectos perversos, de los que hay que arrepentirse, o estamos perdidos. Pero será perdonado, cuando nos arrepintamos. La duda aquí es sobre la sinceridad del arrepentimiento de Simón, no sobre su perdón, si su arrepentimiento fue sincero. Concédenos, Señor, otra clase de fe que la que hizo que Simón sólo se maravillara y no santificara su corazón. Que aborrezcamos todo pensamiento de hacer que la religión sirva a los propósitos del orgullo o de la ambición. Y guárdanos de ese sutil veneno del orgullo espiritual, que busca la gloria para sí mismo incluso desde la humildad. Que busquemos sólo el honor que viene de Dios.

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