REFLEXIONES

Alma mía, has estado mirando al feliz estado de Israel, cuando vivías bajo la presencia divina, y has contemplado la bendición de tener al Señor Jehová en medio de su Sion, para consolarla y fortalecerla. Allí, en verdad, como cantaba el profeta, el glorioso Señor era para ellos como un lugar de anchos ríos y arroyos, donde ninguna galera con remos del enemigo podía pasar, ni ninguno de sus barcos gallardos pasaba; porque si el Señor mismo estaba el río y los arroyos de su pueblo, seguramente sobre toda la gloria había una defensa.

¿Y son ahora menores las ventajas del pueblo de Dios? No, de ninguna manera. Si en Judá se conocía a Dios, y su nombre era grande en Israel, ¿no es Dios verdaderamente conocido en Él y por Aquel que surgió de Judá? ¿Y no se ha dado a conocer verdaderamente en y por la revelación de su amado Hijo? ¿No se ha engrandecido y bendecido también el nombre de Jehová, desde que Jesús vino y proclamó, en su nombre y en el de su Padre, la salvación a los pobres pecadores en su sangre y justicia? ¿Fue glorioso el tabernáculo de Salem cuando la Shejiná se manifestó allí, y se sabía que la morada de Dios estaba en Sion por estas marcas y testimonios? Y estas misericordias son menores, o mejor dicho, no son todas abundantemente elevadas, desde que Jesús descendió y habitó en nuestra naturaleza, y cumplió la promesa que Juan escuchó: He aquí, el tabernáculo de Dios está con los hombres,

¡Oh! ¡Tú, precioso Señor Jesús! eres tú, que nos has hecho conocer verdaderamente a Dios, y no sólo te has acercado a nosotros, sino que nos has acercado con tu sangre. Allí, en verdad, en tu tabernáculo en nuestra carne, quebraste las flechas del arco, el escudo, la espada y la batalla; porque en nuestra naturaleza y para nuestra salvación, has destruido todos los poderes del enemigo, y eres más glorioso y excelente que los montes de presa. ¡Granizo! ¡Bendito y victorioso Amigo de los pobres pecadores!

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