Y David dijo a Gad: Estoy en un gran apuro; caigamos ahora en la mano de Jehová, porque sus misericordias son grandes, y no caiga yo en mano de hombre.

David dijo... Estoy en un gran apuro. Bien podía decir esto, porque el castigo era extremadamente amargo. Siete años de hambre, tres años de guerra, o tres días de pestilencia eran las temibles alternativas que se le presentaban. Todas ellas estaban directa y eminentemente calculadas para humillar su orgullo y disminuir esa confianza en el poder y los recursos humanos que había sido el origen y el resorte de su política pecaminosa.

Caigamos ahora en las manos del Señor. Un sentido abrumador de su pecado le llevó a aceptar el castigo denunciado, a pesar de su aparente exceso de severidad. Procedió con un buen principio al elegir la peste. En la peste estaba expuesto al mismo peligro que su pueblo, como era justo y correcto, mientras que en la guerra y el hambre poseía medios de protección muy superiores a ellos. Además, mostró así su confianza, fundada en una larga experiencia, en la bondad divina

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