El que no tiene dominio sobre su propio espíritu es como una ciudad derribada y sin muros.

El que (tiene) ningún dominio sobre su propio espíritu, (contraste.) Está implícito el dominio no sólo sobre la precipitación en la ira, sino también sobre la lujuria. El dominio propio devoto y vigilante es el muro de la ciudad; y debemos asegurarnos de que no se produzca ninguna brecha en ella por la autosuficiencia o la indolencia espiritual.

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