Tenemos el registro del cántico de triunfo que canta Ana, en el que expone el poder y la justicia de Jehová. Así, en tiempos oscuros y turbulentos, se ve a Jehová actuando hacia la liberación, respondiendo la oración de fe como la fe operaba en el corazón de una mujer sencilla y confiada. Hay mucha pasión humana manifiesta en su deseo, pero el hecho de que ella se volvió a Jehová es evidencia de su confianza en Él; y sobre la base de esa confianza preparó un camino para la guía futura de su pueblo.

La última parte del capítulo ofrece una imagen vívida de dos movimientos simultáneos de degeneración y regeneración en Israel. La condición del pueblo empeoraba cada vez más, pero todo el tiempo Jehová está en el trono, y sin impedimento ni obstáculo avanza en Su obra de liberación.

La corrupción del sacerdocio fue espantosa. Los hijos de Elí estaban asegurando sus propios fines egoístas de la manera más terrible. Además, estaban contaminando los mismos atrios de la casa de Dios con la inmoralidad más crasa.

Mientras tanto, el niño Samuel habitaba en los recintos del Tabernáculo, y en obediencia a las instrucciones de Elí, ministraba al Señor.

Fue durante este tiempo que un mensajero profético vino a Elí con una palabra de severa reprimenda. Si bien Elí había sido leal a Dios en su vida y acción personal, no había ejercido disciplina en su propia familia; y por una falsa compasión por sus hijos había tolerado sus malas acciones. A él, entonces, le fueron pronunciadas las solemnes palabras: "A los que me honran, honraré, y a los que me desprecian serán tenidos en cuenta". Estas palabras deben meditarse a este respecto, porque nos enseñan que no se debe permitir que intervenga ningún afecto humano entre el alma y su absoluta lealtad a Dios.

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