11-20 La esperanza a la que nos referimos aquí, es una búsqueda segura de las cosas buenas prometidas, a través de esas promesas, con amor, deseo y valoración de las mismas. La esperanza tiene sus grados, como también la fe. La promesa de bendición que Dios ha hecho a los creyentes proviene del propósito eterno de Dios, establecido entre el Padre, el Hijo y el Espíritu eternos. Se puede confiar con seguridad en estas promesas de Dios; porque aquí tenemos dos cosas que no pueden cambiar, el consejo y el juramento de Dios, en los que no es posible que Dios mienta; sería contrario a su naturaleza así como a su voluntad. Y como Él no puede mentir, la destrucción del incrédulo y la salvación del creyente son igualmente seguras. Obsérvese que aquellos a quienes Dios ha dado plena seguridad de felicidad, tienen derecho a las promesas por herencia. Los consuelos de Dios son lo suficientemente fuertes como para sostener a su pueblo en las pruebas más duras. Aquí hay un refugio para todos los pecadores que huyen a la misericordia de Dios, por medio de la redención de Cristo, según el pacto de gracia, dejando de lado todas las demás confianzas. Estamos en este mundo como un barco en el mar, zarandeado y en peligro de naufragio. Necesitamos un ancla que nos mantenga seguros y firmes. La esperanza del Evangelio es nuestra ancla en las tormentas de este mundo. Es segura y firme, o no podría mantenernos así. La gracia gratuita de Dios, los méritos y la mediación de Cristo, y las poderosas influencias de su Espíritu, son los fundamentos de esta esperanza, y por eso es una esperanza firme. Cristo es el objeto y el fundamento de la esperanza del creyente. Pongamos, pues, nuestros afectos en las cosas de arriba, y esperemos pacientemente su aparición, cuando ciertamente apareceremos con él en la gloria.

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