Y desde Mileto envió a Éfeso. Aunque la preocupación de Pablo por estar en Jerusalén para la fiesta de pentecostés, le impidió ir en persona a visitar a los cristianos en Éfeso, sin embargo, como ahora estaba a sólo diez millas de distancia de esa ciudad, y estaba deseoso Para conocer el estado de la iglesia allí, y para contribuir con todo lo que estuviera en su poder a su prosperidad, llamó a los ancianos de la misma para que fueran a él, para que pudiera recibir de ellos la información que deseaba obtener, y podría darles tal instrucciones y amonestaciones que él juzgaba necesarias, y calculadas para animarlos y estimularlos al celo y la diligencia en la ejecución de su importante oficio.

Y, en esta ocasión, les dirigió uno de los discursos más patéticos y edificantes que jamás se haya pronunciado a una compañía de ministros; un discurso que el historiador sagrado ha registrado con precisión y que, como los preceptos de Moisés, merece ser escrito en los postes de las casas de todos los ministros, para que, al entrar y salir, lo tengan continuamente en su ver y ajustar su conducta con él, como en un espejo.

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