Jesús lloró. Parecía en esta ocasión que nuestro bendito Señor poseía la sensibilidad más delicada de las pasiones humanas; porque, cuando vio a Marta y María y sus amigos a su alrededor llorando, los tiernos sentimientos de amor, de compasión y de amistad, lo conmovieron tanto que mezcló sus lágrimas de simpatía con las de ellos: Jesús lloró. En este dolor del Hijo de Dios había grandeza y generosidad, por no decir amabilidad de disposición, infinitamente más noble que la que pretendían los filósofos estoicos en su tan jactanciosa apatía.

Sería fácil descartar este sorprendente ejemplo de la filantropía de nuestro Señor; pero este no es el lugar para tales discusiones: y de hecho, ¿qué corazón cristiano puede ser insensible a la fuerza de este sorprendente ejemplo? Observamos solamente, que el poder que ejerció Jesús en esta memorable ocasión no lo demostró más fuertemente que era el Hijo de Dios, que las lágrimas que derramó para demostrar que era el Hijo del Hombre; un hombre misericordioso y compasivo, conmovido por el sentimiento de nuestras debilidades.

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