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Acuérdate de mi aflicción y de mi desamparo, del ajenjo y de la amargura.
             
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Lo recordará, ciertamente, mi alma y será abatida dentro de mí.
             
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Esto haré volver a mi corazón, por lo cual tendré esperanza. 
             
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Por la bondad del SEÑOR es que no somos consumidos, porque nunca decaen sus misericordias.
             
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Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad.
             
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“El SEÑOR es mi porción”, ha dicho mi alma; “por eso, en él esperaré”. 
             
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Bueno es el SEÑOR para los que en él esperan, para el alma que lo busca.
             
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Bueno es esperar en silencio la salvación del SEÑOR.
             
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Bueno le es al hombre llevar el yugo en su juventud. 
             
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Se sentará solo y callará, porque Dios se lo ha impuesto.
             
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Pondrá su boca en el polvo, por si quizás haya esperanza.
             
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Dará la mejilla al que lo golpea; se hartará de afrentas. 
             
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Ciertamente el Señor no desechará para siempre.
             
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Más bien, si él aflige, también se compadecerá según la abundancia de su misericordia.
             
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Porque no aflige ni entristece por gusto a los hijos del hombre. 
             
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El aplastar bajo los pies a todos los encarcelados de la tierra,
             
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el apartar el derecho del hombre ante la misma presencia del Altísimo,
             
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el pervertir la causa del hombre, el Señor no lo aprueba. 
             
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¿Quién será aquel que diga algo y eso ocurra, sin que el Señor lo haya mandado?
             
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¿Acaso de la boca del Altísimo no salen los males y el bien?
             
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¿Por qué se queja el hombre, el varón que vive en el pecado?