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Los labios de la mujer extraña gotean miel y su paladar es más suave que el aceite;
             
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pero su fin es amargo como el ajenjo, agudo como una espada de dos filos.
             
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Sus pies descienden a la muerte; sus pasos se precipitan al Seol.
             
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No considera el camino de la vida; sus sendas son inestables y ella no se da cuenta.
             
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Ahora pues, hijos, óiganme y no se aparten de los dichos de mi boca.
             
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Aleja de ella tu camino y no te acerques a la puerta de su casa,
             
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no sea que des a otros tu honor y tus años a alguien que es cruel;
             
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no sea que los extraños se sacien con tus fuerzas, y los frutos de tu trabajo vayan a dar a la casa de un desconocido.
             
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Entonces gemirás al final de tu vida, cuando tu cuerpo y tu carne se hayan consumido.
             
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Y dirás: “¡Cómo aborrecí la disciplina y mi corazón menospreció la reprensión!
             
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No escuché la voz de mis maestros, y a los que me enseñaban no incliné mi oído.
             
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Casi en todo mal he estado, en medio de la sociedad y de la congregación”. 
             
            
    
    
    
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