Pero si lo que no quiero, lo hago, consiento a la ley que es bueno. [Pero la ley no puede ser pecado, porque es espiritual; es decir, es de origen divino, contiene principios divinos y está dirigida a lo divino en el hombre; y si el hombre fuera como debe ser, no se encontraría falta en la ley. ¡Pero Ay! no somos como deberíamos ser. La ley en verdad es espiritual, pero yo (hablando por mí mismo, y también como representante justo de todos los demás cristianos) no soy del todo espiritual, sino carnal, y vendido al pecado; i.

e.. Habito en un cuerpo carnal, pero tengo todas las debilidades, pasiones y fragilidades de las que la carne es heredera, y soy, en consecuencia, tan siervo del pecado que soy como uno vendido en esclavitud permanente a él; de modo que mientras estoy en la carne no tengo esperanza de estar completamente libre de ella. Tanto es así, tanto soy esclavo de los poderes que me controlan, que actúo como un distraído, sin saber ni ser plenamente consciente de lo que hago; porque mis acciones y prácticas no están de acuerdo con mis propios deseos, que siguen la ley; sino que, por el contrario, hago las cosas que aborrezco y que son contrarias a la ley; mi naturaleza espiritual queriendo obedecer la ley espiritual, pero no pudiendo, porque mezclado con mi carne y debilitado por ella.

Pero si hago las cosas contrarias a la ley, queriendo al mismo tiempo hacer lo que la ley ordena, concuerdo con la ley en que es recta, aprobándola con mi deseo, aunque no la honre en mi conducta. Mi propia conciencia, por lo tanto, desmiente la acusación de que la ley es pecado.]

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