El amor supremo a Dios, y ese amor genuino a los hombres que de él brota y lo acompaña, llevará a gobernantes y gobernados a buscar el bien de los demás y el de todos sus semejantes. En el gobierno y fuera de él, en sus deberes oficiales, en su ejemplo privado y en toda su influencia, los hombres buenos se esforzarán por hacer a los demás lo que deben desear que los demás les hagan a ellos.

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