Este hombre podría haber sido puesto en libertad ... - La decisión a la que llegó Agripa mostró la sabiduría de la línea que había tomado San Pablo. El asunto no se podía silenciar ni eliminar. Las autoridades no podían ahora liberarse de la responsabilidad de la custodia segura del prisionero y, al ponerlo en libertad, exponer su vida a las conspiraciones de los judíos; y así el Apóstol logró por fin ese viaje seguro a la ciudad imperial que había sido durante muchos años el gran deseo de su corazón.

No deja de ser interesante señalar que las relaciones posteriores entre Festo y Agripa, durante el breve gobierno del primero, muestran una continuación de la misma entente cordiale que hemos visto en este capítulo. Agripa se instaló en Jerusalén en el antiguo palacio de los príncipes asmoneos o macabeos. Gozaba de una vista de la ciudad y, desde un salón de banquetes que había erigido, podía contemplar los patios del templo y ver a los sacerdotes sacrificando incluso mientras él se sentaba a comer.

Los judíos consideraron esto como una profanación y construyeron un muro que bloqueaba la vista tanto desde el palacio del rey como desde el pórtico donde los soldados romanos solían hacer guardia durante las fiestas. Esto fue considerado por Festo como un insulto y ordenó que se derribara el muro. Sin embargo, el pueblo de Jerusalén obtuvo permiso para enviar una embajada a Roma. Obtuvieron el apoyo de Poppæa, ya medio prosélito, a la manera de la época entre las mujeres de la clase alta en Roma, y, por la extraña ironía de la historia, el Templo de Jehová fue rescatado de la profanación por la concubina de Nerón. (Jos.

Hormiga. xx. 8, párrafo 11). Agripa siguió mostrando el gusto por la construcción que era la característica hereditaria de su casa. Cesarea de Filipo se amplió y se llamó Neronias, en honor al emperador. Se erigió un vasto teatro en Berytus ( Beyrout ) y se adornó con estatuas. Por fin se terminó el templo, y los 18.000 obreros que quedaron sin trabajo se dedicaron a repavimentar la ciudad con mármol.

La majestuosidad del ritual del templo se vio reforzada por el permiso que el rey dio a los levitas del coro, a pesar de la protesta de los sacerdotes, de que debían llevar un efod de lino. Una vez más notamos la ironía de la historia. El rey que así tuvo la gloria de completar lo que el fundador de su dinastía había comenzado, llevando tanto la estructura como el ritual a una perfección nunca antes alcanzada, vio, en diez años, la captura de Jerusalén y la destrucción del Templo (Jos. Ant . . xx. 8, apartado 7).

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