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»¿Sacarás tú al Leviatána con anzuelo? ¿Sujetarás con una cuerda su lengua?
             
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¿Pondrás soga de juncos en sus narices? ¿Horadarás con gancho su quijada?
             
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¿Acaso te colmará de ruegos? ¿Te hablará con palabras suaves?
             
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¿Hará un trato contigo para que lo tomes por siervo perpetuo?
             
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¿Jugarás con él como con un pájaro? ¿Lo atarás para tus niñas?
             
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¿Negociarán por él los grupos de pescadores? ¿Se lo repartirán entre sí los mercaderes?
             
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¿Podrás llenar de arpones su piel, o su cabeza con lanza de pescar?
             
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Pon sobre él tu mano: Te acordarás de la batalla, ¡y nunca volverás a hacerlo!
             
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He aquí que toda esperanza del hombre se frustra porque ante su solo aspecto uno cae hacia atrás.
             
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Nadie hay tan osado que lo despierte. ¿Quién podrá presentarse delante de él?
             
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¿Quién me ha dado primero para que yo le restituya? ¡Todo lo que hay debajo del cielo, mío es!
             
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»No guardaré silencio acerca de sus miembros, ni de sus proezas, ni de su gallarda figura.
             
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¿Quién podrá levantar la superficie de su vestidura? ¿Quién se acercará a él con su doble coraza?
             
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¿Quién abrirá sus fauces? Hay terror alrededor de sus dientes.
             
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Su espalda está recubierta de hileras de escamas herméticamente unidas entre sí.
             
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La una se junta con la otra de modo que ni el aire puede pasar entre ellas.
             
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Pegadas están unas con otras; están trabadas entre sí y no se podrán separar.
             
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Sus estornudos lanzan destellos de luz; sus ojos son como los párpados del alba.
             
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De su boca salen llamaradas; escapan chispas de fuego.
             
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De sus narices sale humo, como de olla que hierve al fuego.
             
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Su aliento enciende los carbones, y de su boca salen llamaradas.
             
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Su poderío reside en su cuello; ante su presencia surge el desaliento.
             
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Los pliegues de su carne son apretados; son sólidos e inamovibles.
             
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Su corazón es sólido como una roca, sólido como la piedra inferior de un molino.
             
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Cuando él se levanta los poderosos sienten pavor y retroceden ante el quebrantamiento.
             
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La espada que lo alcanza no lo afecta; tampoco la lanza ni el dardo ni la jabalina.
             
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Al hierro estima como paja, y a la madera como a la corrosión del cobre.
             
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Las flechas no le hacen huir; las piedras de la honda le son como rastrojo.
             
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Al garrote considera hojarasca; se ríe del blandir de la jabalina.
             
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Por debajo tiene escamas puntiagudas; deja huellas como un trillo sobre el lodo.
             
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Hace hervir el abismo como caldera y convierte el mar en una olla de ungüentos.
             
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Tras de sí hace resplandecer un sendero; como si el océano tuviera blanca cabellera.
             
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No existe sobre la tierra algo semejante; está hecho exento de temor.
             
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Menosprecia todo lo que es alto; es el rey de todas las fieras arrogantes.