9-12 Nada puede ser más absurdo que la conducta de aquellos que dudan de la verdad del cristianismo, mientras que en los asuntos comunes de la vida no dudan en proceder sobre el testimonio humano, y considerarían fuera de sus cabales a cualquiera que se negara a hacerlo. El verdadero cristiano ha visto su culpa y su miseria, y su necesidad de un Salvador. Ha visto la idoneidad de tal Salvador para todas sus necesidades y circunstancias espirituales. Ha encontrado y sentido el poder de la palabra y la doctrina de Cristo, humillando, sanando, vivificando y consolando su alma. Tiene una nueva disposición y nuevos deleites, y no es el hombre que era antes. Sin embargo, todavía se encuentra en conflicto consigo mismo, con el pecado, con la carne, el mundo y los poderes malignos. Pero encuentra tal fuerza en la fe en Cristo, que puede vencer al mundo y avanzar hacia lo mejor. Tal seguridad tiene el creyente en el evangelio: tiene un testimonio en sí mismo, que pone el asunto fuera de duda para él, excepto en horas de oscuridad o conflicto; pero no se le puede discutir su creencia en las verdades principales del evangelio. Esto es lo que hace que el pecado del incrédulo sea tan terrible; el pecado de incredulidad. Le da a Dios la mentira; porque no cree en el registro que Dios dio de su Hijo. Es en vano que un hombre alegue que cree el testimonio de Dios en otras cosas, mientras lo rechaza en esto. El que se niega a confiar y honrar a Cristo como Hijo de Dios, el que rehúsa someterse a sus enseñanzas como Profeta, a confiar en su expiación e intercesión como Sumo Sacerdote, o a obedecerle como Rey, está muerto en el pecado, bajo la condenación; ni le servirá de nada ninguna moral exterior, aprendizaje, formas, nociones o confidencias.

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