6-10 El apóstol continúa hablando de los servicios del Antiguo Testamento. Cristo, habiéndose comprometido a ser nuestro Sumo Sacerdote, no podía entrar en el cielo hasta que no hubiera derramado su sangre por nosotros; y ninguno de nosotros puede entrar, ni en la graciosa presencia de Dios aquí, ni en su gloriosa presencia después, sino por la sangre de Jesús. Los pecados son errores, grandes errores, tanto en el juicio como en la práctica; y ¿quién puede entender todos sus errores? Dejan la culpa sobre la conciencia, que no puede ser lavada sino por la sangre de Cristo. Debemos implorar esta sangre en la tierra, mientras él la demanda por nosotros en el cielo. Unos pocos creyentes, bajo la enseñanza divina, vieron algo del camino de acceso a Dios, de comunión con él y de admisión en el cielo a través del Redentor prometido, pero los israelitas en general no miraron más allá de las formas externas. Éstas no podían eliminar la contaminación o el dominio del pecado. No podían descargar las deudas, ni resolver las dudas, de aquel que hacía el servicio. Los tiempos del Evangelio son, y deberían ser, tiempos de reforma, de luz más clara en cuanto a todas las cosas que es necesario conocer, y de mayor amor, que nos haga no tener mala voluntad con nadie, sino buena voluntad con todos. En el Evangelio tenemos una mayor libertad, tanto de espíritu como de palabra, y mayores obligaciones para una vida más santa.

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