22-25 Si escucháramos un sermón todos los días de la semana, y un ángel del cielo fuera el predicador, sin embargo, si descansáramos sólo en escuchar, nunca nos llevaría al cielo. Los meros oyentes se engañan a sí mismos; y el autoengaño será el peor de los engaños al final. Si nos halagamos a nosotros mismos, es nuestra propia culpa; la verdad, tal como está en Jesús, no halaga a nadie. Si atendemos cuidadosamente a la palabra de la verdad, ésta nos mostrará la corrupción de nuestra naturaleza, los desórdenes de nuestro corazón y de nuestra vida, y nos dirá claramente lo que somos. Nuestros pecados son las manchas que la ley descubre: La sangre de Cristo es el lavatorio que muestra el Evangelio. Pero en vano oímos la palabra de Dios, y miramos el cristal del evangelio, si nos alejamos y olvidamos nuestras manchas, en vez de lavarlas; y olvidamos nuestro remedio, en vez de aplicarlo. Este es el caso de los que no oyen la palabra como deben. Al oír la palabra, buscamos en ella consejo y dirección, y cuando la estudiamos, se dirige a nuestra vida espiritual. Los que guardan la ley y la palabra de Dios, son y serán bendecidos en todos sus caminos. Su graciosa recompensa en lo sucesivo, estará relacionada con su paz y consuelo presentes. Cada parte de la revelación divina tiene su utilidad, al llevar al pecador a Cristo para su salvación, y al dirigirlo y animarlo a caminar en libertad, por el Espíritu de adopción, de acuerdo con los santos mandamientos de Dios. Y observen la distinción, no es por sus obras que un hombre es bendecido, sino por sus actos. No es el hablar, sino el caminar, lo que nos llevará al cielo. Cristo se hará más precioso para el alma del creyente, que por su gracia se hará más apto para la herencia de los santos en la luz.

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