Cuando llegó el día no reconocieron la tierra; pero vieron una bahía con una playa, en la cual se propusieron, si era posible, llevar el barco a tierra. Soltaron las anclas y las dejaron entrar en el mar y al mismo tiempo soltaron las amarras de los remos del timón, y pusieron el trinquete al viento y se fueron a la playa. Cuando fueron arrojados a un lugar donde se juntaban dos mares, hicieron varar el barco; y la proa permaneció firme e inamovible, pero la popa estaba siendo rota por el oleaje.

Los soldados tenían un plan para matar a los prisioneros por temor a que alguno se alejara nadando y escapara; pero el centurión, queriendo salvar a Pablo, los detuvo de su propósito. Ordenó a los que sabían nadar que se tiraran primero por la borda y llegaran a tierra; en cuanto a lo demás, mandó que algunos fueran sobre tablones y otros sobre piezas de la nave. Así sucedió que todos llegaron sanos y salvos a tierra.

Una vez más se destaca el fino carácter de este centurión romano. Los soldados querían matar a los prisioneros para evitar una posible fuga. Es difícil culparlos, porque era la ley romana que si un hombre escapaba, su guardia debía sufrir la pena prevista para el prisionero fugado. Pero el centurión intervino y salvó la vida de Pablo y de los demás presos con él. Así que esta tremenda historia llega a su fin con una frase que es como un suspiro de alivio. La tripulación del barco se salvó; y le debían su vida a Pablo.

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