1-12 Se nos ha enseñado a temer la lengua indisciplinada, como uno de los mayores males. Los asuntos de la humanidad son confundidos por las lenguas de los hombres. Todas las épocas del mundo y todas las condiciones de la vida, privada o pública, ofrecen ejemplos de ello. El infierno tiene más que ver en la promoción del fuego de la lengua de lo que los hombres generalmente piensan; y siempre que las lenguas de los hombres se emplean en formas pecaminosas, son incendiadas por el infierno. Ningún hombre puede domar la lengua sin la gracia y la asistencia divinas. El apóstol no lo representa como imposible, sino como extremadamente difícil. Otros pecados decaen con la edad, éste muchas veces se agrava; nos volvemos más rencorosos e inquietos, a medida que la fuerza natural decae, y llegan los días en que no tenemos placer. Cuando otros pecados son domados y subyugados por los achaques de la edad, el espíritu suele volverse más agrio, pues la naturaleza se reduce a las escorias, y las palabras empleadas se vuelven más apasionadas. La lengua del hombre se confunde a sí misma, que en un momento pretende adorar las perfecciones de Dios, y referirle todas las cosas; y en otro momento condena incluso a los hombres buenos, si no usan las mismas palabras y expresiones. La verdadera religión no admite contradicciones: ¡cuántos pecados se evitarían si los hombres fueran siempre coherentes! El lenguaje piadoso y edificante es el producto genuino de un corazón santificado; y nadie que entienda el cristianismo, espera oír maldiciones, mentiras, jactancias e injurias de la boca de un verdadero creyente, más de lo que espera el fruto de un árbol de otro. Pero los hechos demuestran que son más los profesantes que logran refrenar sus sentidos y apetitos, que los que logran refrenar debidamente sus lenguas. Entonces, dependiendo de la gracia divina, cuidemos de bendecir y no maldecir; y procuremos ser consecuentes en nuestras palabras y acciones.

Continúa después de la publicidad
Continúa después de la publicidad