Bienaventurado el hombre a quien el Señor no ha imputado pecado. Es decir, bienaventurado el hombre que ha conservado su inocencia bautismal, que no se le puede imputar ningún pecado grave. Y de la misma manera, bienaventurado el hombre que, después de caer en el pecado, ha hecho penitencia y lleva una vida virtuosa frecuentando los sacramentos necesarios para obtener la gracia de prevenir una recaída, que el pecado ya no le es imputado. (Challoner)

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