No hay nada más conmovedor que los sentimientos producidos en el corazón por la convicción de que el sujeto de la aflicción es amado por Dios, que Él ama lo que está obligado a herir y está obligado a herir lo que ama. El profeta, al exponer la aflicción de Jerusalén, reconoce que el pecado del pueblo la había causado. ¿Podría eso disminuir el dolor de su corazón? Si por un lado era un consuelo, por otro lo humillaba y le hacía esconder el rostro.

El orgullo del enemigo, y su alegría al ver la aflicción del amado de Dios, dan ocasión para demandar compasión a favor de los afligidos, y juicio sobre la malicia del enemigo. Al final del capítulo 1, después de la plena confesión de que fue el pecado de Judá lo que les había acarreado el mal, y que Jehová era justo, el pueblo invoca el ojo de Jehová para que mire su dolor y juzgue a aquellos por cuya iniquidad fueron castigados.

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