REFLEXIONES

¿Cómo valoraré debidamente mis misericordias, en la gracia que el Señor me da, para recibir y creer en Jesús? cuando se me dice, como en este Capítulo, que el Israel profesante de la antigüedad, a quien se predicaba el Evangelio, no halló provecho alguno, si no se mezclaba con la fe en los que lo oían. ¡Oh! cuán claro y evidente es, según la experiencia de la humanidad en todas las épocas, que la gracia marca la diferencia entre el que sirve a Dios y el que no le sirve.

¡Señor! Haz que tu Iglesia, tu pueblo, tus redimidos, descanse en Cristo y su obra consumada, como Dios en la creación, y Cristo en la redención, descansó de la de ellos. ¡Oh! el dulce pensamiento! Hay un reposo, y Cristo es ese reposo, que permanece para el pueblo de Dios.

¡Oh! ¡Tú Palabra no creada! que mi alma esté siempre bajo tu alma: advertencia y poder consolador del espíritu. Y, como todas las cosas están desnudas y abiertas a tu vista que todo lo penetra, tú, Señor, imparte la mismísima gracia que ves que es necesaria para mí. ¡Oh! ¡Tú resucitado y exaltado Salvador! En verdad has pasado a los cielos. Allí te seguiría mi alma por la fe y el amor. Jesús me conoce, siente por mí, se conmueve sensiblemente con las circunstancias de mis debilidades. Seguramente, Jesús puede, y Jesús lo hará, impartir toda la fuerza necesaria, y mi Dios y Salvador me hará más que vencedor, ¡a través de su gracia ayudándome!

Continúa después de la publicidad
Continúa después de la publicidad